Alguna parte del Desierto

Egipto, la tierra del sol perenne y las arenas ardientes...un lugar que no muchos romanos se atrevían a visitar por motivos que no fueran otros más que la guerra o conflictos similares dado que la estadía y aún más importante, la supervivencia eran algo dificultosas. En medio del mar de dunas y los vientos calientes soplándole en la cara tapada por una larga capa marrón teñida a causa de la suciedad y el constante uso se hallaba el actual Santo de Géminis, quien días antes se había separado de su ex-compatriota del Santuario para adentrarse en un territorio desconocido. Dejando a Night en Roma, él simplemente había dejado que la Otra Dimensión se extendiera más y más hasta que finalmente atravesando el Mediterráneo se encontraba en medio de Egipto; poco después tan solo tuvo que intercambiar un poco de oro por la capa y algo de comida y agua…si alguien lo viera sería confundido fácilmente con un viajero común y corriente, justo lo que el mismo peliazul pretendía.

Pero viajar en aquel país no era algo remotamente parecido a los relatos que había escuchado de parte de los generales que en su tiempo le hubieran impartido las clases de geografía y astronomía…no, era algo mucho peor. Resoplando, el geminiano tan solo avanzó con paso seguro mientras que detrás de sí dejaba un rastro de pisadas que apenas si levantaban arena conforme se movía en dirección de la ciudad capital de todo el territorio del sol: Alejandría.

Al haberse separado de Khrysis y Burzum, Kainan llegó hasta un callejón y se detuvo ahí para tomar un respiro. Había ido tras el pelirrojo que daba las señales de haber sido poseído por un ser diabólico, o al menos en eso lo hacía pensar al ver esas llamaradas infernales emanar de su cuerpo. De cualquier forma, desistió de seguirle o de continuar viajando con él y el otro extraño. A partir de ese momento iba a volver a viajar solo. Fue un error el haberse juntado con esos dos extraños, en los que ya comenzaba a tener algo de confianza.

Estuvo en Egipto por tres semanas sin ejercer ningún tipo de actividad provechosa, sólo dedicándose a descansar. Últimamente no se había sentido bien, principalmente por las pesadillas que veía cada vez que cerraba los ojos. Su mente era un caos, y lo único que podía ver al dormitar era un cielo teñido de sangre y un mundo en ruinas, como si todos los guerreros existentes hubieran colisionado en un enfrentamiento de proporciones épicas.

Repasaba cada detalle de sus visiones. En su mano no llevaba una espada, portaba un violín, y también vestía una armadura roja como la sangre. En el sueño se inclinaba para admirar su reflejo en un charco de sangre, pero el rostro que se reflejaba no era el suyo, sino el de un joven con tez muy pálida y una melena salvaje, cuyos mechones vibraban como las llamas que rodeaban a Khrysis el día en el que desapareció.

Pero lo que más le llamó la atención fueron sus cuencas, las cuales lucían carentes de compasión o humanidad. Sólo podía ver un color blanco lechoso con un toque lila. Tocaba su rostro, sintiéndolo completamente diferente, dejando caer su violín dentro del charco, salpicándose con la sangre derramada. La armadura que vestía parecía estarse alimentando de la sangre, puesto que su color carmesí se tornaba más intenso y brillante con cada gota de sangre derramada.

Al despertar estaba cubierto por una capa de sudor frío. Al experimentar la misma pesadillas durante tantas noches simplemente se aisló en una cabaña cercana a un oasis, confiando en que así no podría transformarse en esa criatura sedienta de sangre al encontrarse en medio del desierto.

Permanecía tirado sobre la cama, no había podido dormir bien y su cuerpo estaba falto de energía. Aunque quisiera ponerse a trabajar con esos regimenes de sueño tan reducido iba a morir. No sabía cómo es que había podido sobrevivir por tres semanas en medio de ese calor, sin dormir ni comer como era debido y apenas sosteniendo un techo sobre su cabeza.