Entrada al Templo

De pronto toda la temperatura del ambiente comenzó a elevarse muchas veces por sobre la media establecida. El calor recorrió de golpe la entrada al templo de la guerra y levantó como si fuese una ventiscada los cabellos de las tres mujeres paradas en los pilares del templo. Aquello sólo podía significar una sola cosa, y era nada más ni nada menos el hecho de que el señor de todo ese mundo oscuro y sanguinario por fin había retornado a su sitio. Y a juzgar por la intensidad de su cosmos al acercarse, nada parecía indicar que viniese de buen humor o con el ánimo renovado.

Apareció entre las nubes del olimpo, rodeado por hilillos de fuego que subían como chorros de agua desde el piso y lo recorrían en forma de caparazón de caracol hasta llegar a su coronilla. Los ojos rojos y demoníacos de Ares estaban fijos en algo, o en alguien, pero nadie podía saber con exactitud qué podía ser. Su rostro era un acertijo tan complejo como a la vez simple, puesto que cualquiera que lo viera no observaría nada más que la cara de un hombre inexpresivo y con una seriedad de hielo. Sin embargo, al conocer su identidad se podía estar completamente seguro de que aquel gran mastodonte cubierto en fuego era mucho más que un simple humano con mal carácter.

Puso uno de sus pies en la baldosa de entrada, e hizo el amague de que iba a levantar su vista hacia las berserkers. No obstante, en realidad inclinó su cuerpo para fijar su mirada en la entrada de su templo. Ignoró por completo a las tres sobrevivientes de su ejército, aquellas leales servidoras que habían aguardado su espera con fervor y paciencia. Cualquiera en otra circunstancia les estaría agradecido por ello, pero no el señor de la guerra. No era su deber sentir gratitud por seres que no eran más que polvo con vida, y que no tenían otra tarea más en el mundo que estar allí para él, expectantes a su llegada, como debía ser el trabajo de cualquier soldado subordinado que se sometiese a las leyes de un señor y lo admitiese como tal. No les había obligado a ninguna de ellas a servirle, si estaban ahí era porque así lo deseaban ellas. Un soldado a la fuerza era tan inútil como un manco en el campo de batalla, y con el valor de un eunuco de la más baja calaña. Como el mayor conocedor de la guerra, sabía con gran certeza que los guerreros más fuertes no eran sólo aquellos que se entraban con dedicación y mucho esfuerzo. Sino que además, las leyendas que quedaban en los libros de historia, eran todos aquellos soldados que estaban dispuestos a morir por una causa, y a defenderla hasta el último aliento de sus existencias, sin importar cuánto pudiesen pagar por ello.

Creer. Si en verdad aquellas tres muchachas se consideraban buenas guerreras, debían entonces de creer con fe ciega en su señor. De lo contrario, demostrarían ser unas estúpidas. Y no porque no creyesen en Ares, sino porque a sus ojos era un tremendo despropósito el pelear por una causa liderada por un sujeto en el que no se tenía confianza. Hacer un juramento, en el que se prometiese dejar la vida por alguien, no era algo menor ni mucho menos. Era poner tu vida en las manos de otro, y seguirle sin importar hacia adonde apuntase la flecha de su brújula. Ya fuese hacia el norte o hacia el sur, daba igual. Un soldado juramento seguía a su señor y a sus ideales hasta el fin de todos los tiempos, atravesando todos los obstáculos sin dudar de su palabra en un solo segundo. Eso tenía un verdadero guerrero, y aquel que alguna vez se llamó Octavius, lo tenía perfectamente claro mientras subía con lentitud por los peldaños de la entrada de su templo.

Las tres… - Dijo en tono serio y sin mirarles, una vez que había atravesado todo el espacio y ya sólo faltaba un paso para entrar en su templo. – Entren, pero les aseguro una cosa. Si entran, no podrán salir nunca más de aquí. No se los permitiré, y si se atreven a intentarlo les haré conocer un destino peor que el de Apocalypse, e incluso, del que sufrieron aquellos dos seres tan débiles que no me molestaré en mencionarlos. – Aclaró con firmeza, mientras sus pasos lo llevaban hasta el interior del templo y el fuego que lo acompañaba parecía querer saltar encima de las tres guerreras.

Ni su rostro, ni tampoco sus palabras. Era imposible descifrar que pasaba por su cabeza en ese minuto. Sólo Ares podía saber qué estaba tramando en esos instantes en los que se perdió en las sombras de su templo.

El fuego del señor de la guerra continuaba saliendo por la entrada del templo. Por su parte ya había entrado, y con ello, se había perdido de la vista de las tres mujeres allí presentes. Sólo él sabía en ese minuto hasta que lugar de su templo se había dirigido, con planes que hasta ese minuto se negaba a comunicar a sus soldados.

No parecía importarle en lo más mínimo que dos de sus guerreros hubiesen muerto. Después de todo, si estaban bajo tierra era porque no consistían en más que un par de imbéciles y estúpidos insulsos incapaces de esperar el momento oportuno. No merecían seguir con vida, ni mucho menos vestir las armaduras guerreras que se les habían brindado para defender a Ares en dicha era. Al perecer, y de esa forma, sólo demostraban ser de la peor calaña y una deshonra para su Dios, que ya no los consideraba su siervos y como tal, bien poco tenía que preocuparse por ellos. Aunque lo único seguro, es que tarde o temprano les cobraría el haber desperdiciado sus poderes con un ser como Poseidón. La muerte nunca, jamás, era una barrera que no pudiera superar un Dios. Mucho menos, uno con el carácter y la imponencia de Ares.

Cuando ya parecía ser que las muchachas ingresarían, las palabras de la inquebrantable Sarahissa repercutieron entre las otras dos, que obedientes y silentes, se aprestaban a entrar hasta los aposentos de su señor. Ya él no estaba, y era dudoso si habría podido escuchar o no lo que ella le había pedido. Pero pudo sentir en su cosmoenergía, que le preocupaba el hecho de que un posible nuevo rival hubiese despertado para complicarles su objetivo.

El silencio se hizo por mucho tiempo, en que la respuesta de aquel que alguna vez se había hecho llamar Octavius parecía que no iba a llegar. Lo que sí se concretó, fue el arribo de otra de las guerreras del Dios de la guerra violenta y sanguinaria. La cobarde y oportunista Zugurosh, quizás el soldado de más dudosa calaña que pudiese tener el Rey de las batallas en ese minuto. No era normal que despertase al final; conocida su reputación como “evita conflictos”, distaba mucho de ser un guerrero formidable y leal ansioso por la sangre, como sí podían serlo efectivamente sus hermanas. Sin embargo, no dejaba de pertenecer al ejército y si Ares lo permitía, era porque alguna ventaja podía obtener de ella, a pesar de su tipo de razonamiento a la hora de la lucha.

Entonces un destelló de fuego apareció desde el interior del templo y las cubrió a las cuatro en murallas de llamas ardientes. Tal parecía ser que él no tenía intenciones de permitir que fuesen a parar a otra parte.

Latrivan. – Se escuchó, sólo en la mente de la mujer en cuestión. – Entiendo tu preocupación, pero negaré lo que me pides. No voy a permitir que arriesgues tu vida en este minuto marchando a un encuentro con Poseidón, así sea en son de paz.

El tono de Ares era uno sólo y no daba lugar a interpretaciones: concreto y profundo. Por lo tanto, estaba claro que ella no tendría lugar a apelaciones.

Hellgorak y Ushuriel por su cuenta decidieron ser carne de cañón. Mejor que nadie comprendes que en la guerra no se debe ser precipitado. Esos dos no tenían importancia alguna más que morir, ya fuese ahora o después. Ustedes poseen una relevancia mayor a la de ellos. – Agregó de la misma forma. – Otro será el camino que tomes, que tengo destinado para ti… no el de la muerte.

Las flamas eran tan intensas como el calor que expedían. No daban lugar a poder combatir contra ellas, a menos claro, que se quisiese sufrir una muerte muy dolorosa en medio de poderosas llamaradas de fuego.

El tiempo estaba pasando y la tensión entre las últimas guerreras de Ares era más que evidente. Por lo visto, su sangre guerrera les estaba obligando a querer saltar a la batalla, y era un sentimiento que por mucho que intentasen ocultar, simplemente no pasaba desapercibido para el que alguna vez había sido llamado el máximo exponente de la violencia.

Las llamas con las que había cubierto la entrada a su templo principal estaban todavía latentes por todas partes, envolviendo a las mujeres detrás de si mismo. La orden había sido que le siguieran, pero por lo visto ninguna pensaba en entrar a su templo sin antes dedicarles una mirada de desprecio a sus compañeras. Por lo visto, la situación entre todas era más complicada de lo esperado, y ante ello, tendría que actuar o derechamente, el próximo campo donde se libraría una lucha iba a ser la arena de la guerra.

No estaba dispuesto a permitir tal bajeza en su presencia…

Tafariel… Madareth… Zugurosh… Latrivan… - Se escuchó con fuerza desde el interior del templo. – Veo que ninguna tiene intenciones de obedecerme…

De pronto, la temperatura comenzó a elevarse con cada segundo que pasaba. Las llamas fueron creciendo todavía más, cubriendo ya no sólo la entrada, sino que todo lo que estaba alrededor de las que alguna vez habían sido humanas.

Quien diría que unas mujeres como ellas, que aunque lucieran rostros guerreros; heridas en sus cuerpos provocadas por entrenamientos y batallas; una vida juramentada para servir a la lucha y nada más que a ello; una fidelidad que bordeaba en lo absurdo para con la causa de su señor; una existencia para sufrir. Quien diría, que detrás de las caras de unas asesinas sangrientas, se ocultaba una historia más que profunda en cada una de ellas.

Aquel que alguna vez se llamó Octavius, lo sabía y de sobra. Podía ver en sus ojos una devoción completa, más también le era permisible el presenciar la manera en que sus vidas se habían transformado a lo largo de los años y cómo ello las había cambiado, moldeado, hasta llevarlas a ser lo que eran actualmente: sirvientes.

Una situación que no le causaba pena, ni tampoco alegría. Le era indiferente en su totalidad el sufrimiento por el que era conciente habían pasado cada una de ellas. Después de todo, para un Dios como él, todos los humanos sufrían y en cierta forma, lo merecían, por todos los pecados con los que cargaban a lo largo de la historia universal. Eran herramientas, armas, utensilios… y para formar armas, desde la era el mito Hefestos había tenido que golpear el metal cuando aún yacía caliente. En este caso y en cierta forma, era prácticamente lo mismo. No cualquiera podía calzarse la vestimenta de una Berserker, y para lograr dicho cometido, todas ellas habían tenido que pasar por diversas pruebas y caminos que las guiaran o, hasta su muerte, o hasta los pies del señor de la guerra violenta. Desde su nacimiento estaban marcadas, y todo lo que pudieron haber diferenciado, querido o distinguido antes dé, no era más que una ilusión para condicionar sus sentimientos y así, causarles un determinado tipo de dolor que les fomentase, a unas más rápido que a otras, una personalidad que correspondiera al estandarte que representaban y al alma combativa y sádica que poseían, al menos, a su modo.
Sé lo que están pensando cada una de ustedes… - Prosiguió la voz desde el interior del templo de la guerra, con aquel tono tan profundo y sombrío, característico del señor de dichas tierras. No parecía tener contacto de afecto con ninguna.

Lamentablemente, cualquiera que tenga intención de marcharse a estas alturas, debo comunicarle que están imposibilitadas de hacerlo. El que por su cabeza no sepan guardar paciencia, es ya una ofensa contra mi persona. Les recuerdo que me pertenecen, y puedo tenerlas de pie sin hacer nada durante mil años si se me antoja. ¿O acaso, alguna de ustedes pretende ir en contra de mi divina palabra?

El silencio retumbó en el pequeño salón de llamas en el que ahora estaban sumergidas las enviadas de la guerra. El tono de Ares no lucía satisfecho, en absoluto, y bien era conocido por todos que dicho Dios no poseía la cualidad de la piedad dentro de su repertorio de bondades. O al menos, no la bondad de no hacer daño. El simple hecho que pudiesen permanecer frente a él, ya era un acto de generosidad lo suficientemente grande como para que se sintiesen gratificadas y bendecidas.

Si me veo en la necesidad de repetirles hasta el cansancio que son herramientas, lo haré y mientras lo hago, juro colgarlas de los talones en un volcán y ver como se deshidratan lentamente hasta rogar por una mísera gota de agua. Soy su dios, no les debo absolutamente ninguna explicación, ni mucho menos creo que se merecen una…

El fuego se intensificó a tal punto, que las llamas formaron una cúpula en la que sólo era posible ver el anaranjado profundo y con tintes de rojo y amarillo que poseían las flamas.

Las leyendas contaban que el cosmos de Ares estaba compuesto de fuego, pero no cualquier tipo de fuego. Sino, de uno que provenía directamente de su estado de ánimo, influenciado por el hecho de provenir desde su mente y su corazón de guerrero. Por ello, mientras más furia o rabia sintiese, más intensas y poderosas serían las llamas. Incluso se decía que a medida que su ira creciese, podían llegar a cambiar de color y constancia… aunque por supuesto, no eran más que cuentos pasados de boca en boca. Nada que pudiese comprobarse por el momento.

Veo que aún no logran comprender su importancia en el mundo… ustedes cuatro no son sólo simples guerreras, diseñadas para matar y morir. No, ustedes cuatro, son sangre de mi sangre, todas y cada una de ustedes, en sus semejanzas y particularidades, ya sea para conmigo o para con sus hermanas. Las he escogido de entre muchas otras almas con vida en el universo, y no porque las estime o guarde un especial aprecio por ustedes. No dudaría un instante en incinerar su alma si me diesen un motivo, o si tan sólo me diera la gana de hacerlo. Más en realidad, no lo haré, porque su valor está en un hecho que va más allá de su entendimiento humano…

Las palabras de Ares eran firmes y directas. Ni siquiera ellas podían comprender la importancia que realmente ostentaban en ese minuto. Y por lo visto, no era lo único que el Dios pensaba decirles a ellas… y no sólo a ellas.

Al sentir que el cosmos de su otrora hermana mitológica, Eris, había desaparecido de la faz de la tierra, al rey de la guerra no le costó trabajo imaginar lo sucedido. Y comprendiendo que debía moverse de manera veloz, se apresuró a salir por unos segundos de su templo, aunque no sin antes ordenar una última cosa..

Entren al templo… y no salgan de allí. No perderé más soldados por motivos ajenos a los míos. – Finalizó de la misma forma, para luego proceder a dar paso a un silencio notable y contundente.

La diosa del amor pasional llegó a las puertas del templo de la guerra. El lugar como siempre imponente y tenía la apariencia de ser una mazmorra enorme con un laberinto en su interior que nadie podría pasar, cuando menos eso se le antojaba a la mujer de cabellos negros al ver ese lugar. El aire que se cernía sobre ese lugar era bastante pesado y estaba cargado de una energía no tan linda como la de su templo, pero es que era de esperarse pues estaba en un lugar donde no era precisamente el amor y la paz donde reinaba. El comos del dios de la guerra se sentía con claridad más adentro del lugar y la diosa de los cabellos largos no pudo evitar sentir cierta nostalgia referente a un tiempo pasado que tal y como ella pensaba, esta sólo en sus recuerdos; con algo de inseguridad pensó que quizá era tonto que ella estuviese en dicho lugar sólo con el fin de hacerle al señor de la guerra una pregunta tan tonta y sin sentido, ya que ella no tenía alianza con ese ser de ningún tipo y seguro su presencia en ese lugar no sería para nada grata.

Pensando todo esto, en la cabeza de la diosa la opción de marcharse de ese sitio le parecía de lo más razonable, pero se dio cuenta que al hacer eso no iba a poder realizar sus fines y ahí si no podría estar tanquila, porque ya se conocía bien y comprendía que no era muy buena cuando de ser conformista e irresponsable se trataba. Con el mismo orgullo que siempre la caracterizó la muje peramneció de pie, como una estatua, sin mirar a nadie, pues sabía que al sentir su cosmos el dios de la guerra podría madarle a alguien pulverizarla, o podría venir el mismo en persona para encargarse de ello, todo dependía de lo que el considerase importante, en lo que le constaba a Lydia sólo quería tener su respuesta y marcharse de ese lugar lo más pronto posible.

-Lindo lindo parpadeo... Estrellitas en el cielo, y allá arriba están volando con alitas de murciélago...- Lydia dijo esto recordando una canción muy peculiar que cantaba de niña cuando tenía que esperar mucho tiempo alguien o algún hecho en particular. Esa era su forma de entretenerse cuando empezaba a impacientarse o sentirse ansiosa, era algo mucho mejor que exasperarse y actuar como una loca.